martes, 14 de abril de 2015

Bolig. The Sequel

Detrás de cuatro aviones, dos autobuses y una huelga de controladores aéreos franceses, Copenhague nos aguardaba el miércoles pasado bañada en sol. Parecía como si la primavera que nos despidió en la tierra de mi ama se hubiera venido con nosotros en las maletas.
Lamentablemente debía de tratarse de un espejismo porque, salvo que se hubiese colado en la bolsa de mano, dentro de mi Samsonite solamente había jerséis, pantalones y algún vestido; una selección que, visto lo visto, se sitúa entre el optimismo y la candidez. Dicho y hecho: el sol se esfumó el sábado con la misma rapidez con la que apareció, dejándonos de nuevo a la merced de cielos grises y bajo el acoso de un viento implacable que hace que mi ama parezca caminar a cámara lenta cuando atraviesa cualquier puente.
En fin, yo no venía aquí a hablar de meteorología, como hacen todo el rato mis primas británicas de Saint James’ Park. Quería anunciar que nos hallamos cómodamente instaladas en la que será, esperamos, nuestra residencia definitiva en Dinamarca hasta el final de nuestra estancia.
Estamos situadas en el cuarto piso de un edificio nuevo, en un barrio residencial y tranquilo. Tenemos el supermercado a la vuelta de la esquina a pesar de que mi dueña, como es tan rarita, tenga que ir a buscar su leche a otra tienda unas calles al norte. A nuestra espalda se encuentra uno de los canales principales y justo delante de nuestra ventana, que está orientada al amanecer, hay un parque enorme por donde los daneses corren, las bicicletas se deslizan y los equinos galopan (cuando los dejan – por cierto que de momento no he visto ninguno cortado por la mitad). Nuestra nueva casita está llena de ventanales y, por ende, de luz.
De ventanales, precisamente, es de lo que me gustaría hablar ahora. A lo largo de estos meses y en diferentes entradas he mencionado la vida danesa que se desarrolla tras los cristales de cada casa; de esa vida que uno puede permitirse envidiar circunstancialmente porque la ausencia de cortinas hace que pueda llegar a intuirse. La cortesía, por supuesto, impone no mirar, de modo que tanto mi humana como yo hemos desarrollado unas fantásticas dotes de ceguera selectiva para adaptarnos a las costumbres locales.
Sin embargo, debimos de regresar desentrenadas al término de nuestra semana de vacaciones. Al anochecer, después de deshacer las maletas y de instalarnos, decidimos ir a buscar esa leche que no encontramos. Para ello atravesamos el parquecillo que conecta los distintos edificios de la zona y, casualmente, levantamos la vista a derecha e izquierda hacia las ventanas iluminadas con la manifiesta intención de familiarizarnos con el entorno. El entorno optó entonces por materializarse en la forma de un vecino del bloque de enfrente paseándose desnudo por su sala de estar.  
Desde ese día, pueden ustedes imaginar lo entretenidas que estamos mi bípeda y yo cada vez que vamos a hacer la compra. Igualitas que estos seis sujetos.


Eso sí, el pijama nos lo ponemos a oscuras, por si las moscas. Nosotras tampoco tenemos cortinas.

¡Queda oficialmente inaugurada la segunda parte de nuestro periplo danés!