Detrás de cuatro aviones, dos autobuses y una huelga de
controladores aéreos franceses, Copenhague nos aguardaba el miércoles pasado
bañada en sol. Parecía como si la primavera que nos despidió en la tierra de mi
ama se hubiera venido con nosotros en las maletas.
Lamentablemente debía de tratarse de un espejismo porque,
salvo que se hubiese colado en la bolsa de mano, dentro de mi Samsonite
solamente había jerséis, pantalones y algún vestido; una selección que, visto
lo visto, se sitúa entre el optimismo y la candidez. Dicho y hecho: el sol se esfumó el sábado
con la misma rapidez con la que apareció, dejándonos de nuevo a la merced de
cielos grises y bajo el acoso de un viento implacable que hace que mi ama
parezca caminar a cámara lenta cuando atraviesa cualquier puente.
En fin, yo no venía aquí a hablar de meteorología, como
hacen todo el rato mis primas británicas de Saint James’ Park. Quería anunciar
que nos hallamos cómodamente instaladas en la que será, esperamos, nuestra
residencia definitiva en Dinamarca hasta el final de nuestra estancia.
Estamos situadas en el cuarto piso de un edificio nuevo, en
un barrio residencial y tranquilo. Tenemos el supermercado a la vuelta de la
esquina a pesar de que mi dueña, como es tan rarita, tenga que ir a buscar su
leche a otra tienda unas calles al norte. A nuestra espalda se encuentra uno de
los canales principales y justo delante de nuestra ventana, que está orientada
al amanecer, hay un parque enorme por donde los daneses corren, las bicicletas
se deslizan y los equinos galopan (cuando los dejan – por cierto que de momento
no he visto ninguno cortado por la mitad). Nuestra nueva casita está llena de
ventanales y, por ende, de luz.
De ventanales, precisamente, es de lo que me gustaría hablar
ahora. A lo largo de estos meses y en diferentes entradas he mencionado la vida
danesa que se desarrolla tras los cristales de cada casa; de esa vida que uno
puede permitirse envidiar circunstancialmente porque la ausencia de cortinas hace
que pueda llegar a intuirse. La cortesía, por supuesto, impone no mirar, de
modo que tanto mi humana como yo hemos desarrollado unas fantásticas dotes de
ceguera selectiva para adaptarnos a las costumbres locales.
Sin embargo, debimos de regresar desentrenadas al término de
nuestra semana de vacaciones. Al anochecer, después de deshacer las maletas y
de instalarnos, decidimos ir a buscar esa leche que no encontramos. Para ello
atravesamos el parquecillo que conecta los distintos edificios de la zona y,
casualmente, levantamos la vista a derecha e izquierda hacia las ventanas
iluminadas con la manifiesta intención de familiarizarnos con el entorno. El
entorno optó entonces por materializarse en la forma de un vecino del bloque de
enfrente paseándose desnudo por su sala de estar.
Desde ese día, pueden ustedes imaginar lo entretenidas que
estamos mi bípeda y yo cada vez que vamos a hacer la compra. Igualitas que estos
seis sujetos.
Eso sí, el pijama nos lo ponemos a oscuras, por si las
moscas. Nosotras tampoco tenemos cortinas.
¡Queda oficialmente inaugurada la segunda parte de nuestro
periplo danés!